Confesión: cada semana me sorprendo a mí mismo fantaseando con cambiar de número de teléfono y no dándoselo a nadie. Y no es exageración, es instinto de autodefensa. Y es que WhatsApp, aplicación maravillosa para según que cosas, se está convirtiendo en algo que nunca debió ser: la bandeja de entrada de las tareas de otros.
“Te escribo por aquí que es más rápido”
La frase suena inocente. El problema es lo que significa de verdad: “quiero agilizar mi trabajo, aunque eso ralentice el tuyo”. Y es que WhatsApp reduce la fricción del que pide, pero aumenta el ruido del que recibe. Y así, lo que empezó como una herramienta útil, termina secuestrando tu atención de forma constante, con micro encargos a deshoras, peticiones de citas fuera de cauces formales, audios interminables, y decisiones que se disuelven en hilos difíciles de seguir.
Lo que me fastidia, es que me gusta WhatsApp, porque para algunas cosas está muy bien:
- Coordinar algo rápido y efímero: “¿Café a las 11?”
- Enviar avisos cortos: “Llegaré 10’ tarde.”
- Compartir multimedia sin pompa: una foto, una ubicación, un recibo.
- Emergencias reales: “Estoy bien; ya en casa.”
- Vida personal y social: familia, amigos, aficiones.
Pero también hay muchas otras cosas para las que no está tan bien:
- No es un gestor de proyectos ni un CRM.
- No es un archivo ni deja trazabilidad seria.
- No es un buen lugar para decisiones con impacto.
- No es tu atajo para saltarte procesos que garantizan orden, calidad y, de paso, cumplimiento normativo básico.
- Ni siquiera puedes fiarte de que los mensajes se transmitan de forma correcta, por mucho emoji que utilices.
Cuando los mensajes de WhatsApp empiezan a incluir “¿me pasas el informe?”, “revísame esto”, “me das cita para”, la app deja de ser mensajería y pasa a ser un gestor de tareas invasivo. Y encima, no de mis tareas, sino de las de los otros. Tareas que aterrizan en mi bolsillo sin contexto, sin fecha, sin un responsable claro y sin posibilidad de convertirlas en algo gestionable. Resultado: estrés, dispersión y más trabajo reactivo que proactivo.
Y entonces, ¿por qué se usa así? Pues porque funciona en el corto plazo. Alguien me escribe, me molesta, pero me sabe mal y respondo, y el mundo gira. Pero mensaje a mensaje, molestia tras molestia, el mundo deja de girar.
Así que, por favor, antes de volver a enviarme un WhatsApp, párate a pensar si es el mecanismo adecuado según de lo que se trate, o, por contra, si existe otra forma menos intrusiva o más adecuada para el éxito común, de hacerlo.
Porque mi WhatsApp personal es mi casa. Porque mi atención es finita, y la tengo que cuidar para poder hacer mi trabajo, y para vivir. Porque si quieres que algo ocurra, pídelo en el canal correcto. Y porque la urgencia se define, no se presume.
Si algún día desaparezco y reaparezco con número nuevo (que prácticamente nadie tendrá), o te encuentras con que he bloqueado tu número, ya sabes por qué fue.