El alzamiento del caballero cansado

Javier Garcia Pellicer
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El alzamiento del caballero cansado

Se incorpora despacio, como quien vuelve de un sueño demasiado largo. La túnica le pesa, no por el tejido, sino por la historia que cuelga de cada costura. Las rodillas crujen, sabias, veteranas, mientras el silencio del hangar se abre en dos cuando el sable láser despierta con un zumbido antiguo. Lo arrastra a su lado, con la punta mordiendo el suelo, pintando de chispas brillantes y crepitantes la sombra a sus pies. Es toda una declaración. “He vuelto”, dice el sonido eléctrico, “y aún hay luz”.

No es soberbia lo que le levanta. Es orgullo, es pundonor, es la memoria del precio pagado para llegar aquí. La resiliencia le sostiene la espalda como una columna de fuego manso. Es su amor propio, ese que no grita, ese que solo le mantiene, quien le acomoda la mirada.

Y entonces, en su rostro curtido por mil batallas, nace una sonrisa pequeña, casi privada. La sonrisa de quien se reconoce el borde del abismo y, aun así, elige bailar.

Su historia no empezó gloriosa. Fue aprendiz y se equivocó. Fue maestro y falló. Ganó guerras que nadie recordará y perdió duelos que le enseñaron más que cualquier medalla. Guardó nombres como promesas y cicatrices como mapas. Cada éxito le añadió peso, cada fracaso dirección. Aprendió que la luz no se impone, se enciende. Y que hay victorias que se celebran en público y victorias que se susurran, de madrugada, cuando el miedo por fin se sienta a escuchar.

Se halla ante la última y gran batalla. No necesariamente la última en el calendario, sino la última en el sentido que importa: la que condensa todas las demás. La que enfrenta la tentación más peligrosa: rendirse con elegancia. Enemigos sin rostro aguardan al otro lado del pasillo, pero el verdadero rival está dentro, donde la voz antigua susurra: “has dado suficiente”.

Sonríe de nuevo, inclina levemente la cabeza, y responde en silencio: “no he llegado hasta aquí para olvidar quién soy”.